martes, 20 de abril de 2010

Credo

El universo es una cárcel que se expande. En él, los hombres intentan inútilmente agotar una condena inexorable e infinita, como quien busca vaciar el desierto grano a grano o moler a puños un baluarte; o, bien, se resignan a perderse en los pasatiempos que éste ofrece para mitigar su impacto. Para explicarlo, voy a recurrir a la hipótesis más aceptada del origen del universo, la teoría del Big Bang. Dependiendo de la potencia que pudo haber tenido dicha explosión, se le atribuyeron tres posibles desenlaces. En el primer escenario, los científicos consideraron que, si la energía era suficiente, el universo seguiría expandiéndose interminablemente hasta alcanzar consecuencias catastróficas. El segundo resultado se explica con la maqueta de una creación estática, es decir, con el universo inamovible, fijo, que Albert Einstein creyó –equivocadamente- forzoso. El tercero -y el cual interesa para el fin de este ensayo- consiste en que la explosión original apenas generó la energía suficiente para que el cosmos se dilatara como lo hace hasta hoy, pero que, no obstante, en algún punto del espacio y el tiempo tendrá que volver a su origen, atraído por la misma gravedad que mantiene a los planetas en órbita y a las mesas pegadas al suelo. En otras palabras, el universo, como un acordeón, se contraerá, regresando a las infinitas densidad y pequeñez que lo hicieron estallar en un principio, cayendo en un juego cíclico, de atroces implicaciones, en el que todo se repite hasta la eternidad. De ser así, éste sería el laberinto más arduo y perfecto que se haya concebido y, quizás, el que Borges intuyó más grave, plasmándolo por esta razón a lo largo de toda su obra.

No obstante -Borges lo previó-, esta telaraña es tan inherente al ser humano que suele pasar desapercibida, como los enormes rascacielos ante los ojos de los corredores de bolsa o la noche estrellada que se posa sobre la mirada andina; tan natural como la pugna de dos láminas opuestas, o la simetría de los ojos, de las extremidades del cuerpo o los polos de la tierra. Es como estar atrapado entre dos espejos, esperando, sin saberlo, los incesantes estribillos de lo que algún día fue y seguirá siendo; buscando en un intento estéril sustituir los libros lineales de historia con un sólo mapa inalterable que lo contenga todo, que muestre los pliegues de otras dimensiones, sin pasado ni tiempo por vivir; un sólo instante como el cristal bruñido en el que se repite vanidosamente la eternidad.

De ahí el imperioso encadenamiento de los hechos, la fatalidad del hado que envuelve como pellejo a la literatura de lo real y que emana de la médula del ser humano, del alma que exuda la fortuna misma que la penetra; ya que la pieza no sólo es parte del todo, sino también su plano más preciso. El laberinto es la vastedad, es el cosmos, pero también es la célula, el átomo, la insignificancia, la mente del ser. Todo se confunde hasta que no se sabe qué es que, porque todo está hecho de lo mismo. Somos la misma masa homogénea. Si no es así la creación, al menos lo es la concepción que Borges tenía de la existencia, su universo literario. Creía en una sóla metáfora, en una única poesía y un sólo ser humano, que también es el autor de cada obra de arte y de todas las tragedias. Su imaginación funcionaba por arquetipos. Sus personajes se confunden entre ellos. No veía diferencia alguna entre un microscopio y un telescopio.

Este mismo laberinto lo intuyeron y lo precisaron a lo largo de miles de años, de miles de páginas, los antiguos reyes de la India, no obstante, con una excepción. Comprendieron que todo laberinto tiene una salida. En su literatura, los sabios estudiaron el engranaje del artefacto y nombraron sus componentes, desmembrándolo. Identificaron la causa de la agonía y entendieron que eran incapaces de resolverlo por sí mismos. La respuesta fue detallada e ilustrada en la perfección de los Vedas –sánscrito para verdad-, la revelación sagrada del conocimiento absoluto. La autoría de dicho tratado se le atribuye a la Divinidad.

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